LA LOBA CITADINA

Carme conducía muy rápido hasta que llegaba a la calle Barraca número catorce. En esa calle, miraba a un hombre todos los miércoles. Pasaba frenando, metiendo primera y lo miraba, lo miraba como si se fuese a desvanecer como el sol cuando atardece, de repente, aunque no dejes de mirarlo, el sol de un instante a otro se cuela entre las montañas y deja de existir. Miraba descaradamente la imagen, porque le complacía sentirla real entre toda la marabunta de una nueva ciudad que se cernía sobre ella. La miraba y se reafirmaba en que ningún otro recoveco del mundo le daría ese placer. El hombre se sentaba en la vereda, delante de la puerta de casa, puerta de madera antigua de color arcilloso de picaporte señorial y cenefa tradicional a los costados. Cenefa rústica con mariposas dibujadas, de color beis y verde, a través de las que Carme emergía de lo oscuro, navecita blanca, delgada, nerviosa, como diría Silvio Rodríguez.

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