Los jilgueros

El nuestro era un amanecer mudo. Desnudas como polluelos, ofrecíamos la carne enrojecida de nuestra niñez al silencio. Suerte tenían las que podían ampararse con el vacío, ya maduro, de sus madres, o en los vocablos a escondidas, hambrientos y ensangrentados, con que hermanas y primas mayores hacían contrabando. Yo, única niña en mi casa, me las arreglaba con las palabras que otras murmuraban entre risitas nerviosas y lo que se desprendía de los comentarios soeces en el bar de la tía Isidra. No había protección posible —habitábamos sin saberlo el exilio de lo innombrable. Quizás nuestro destino se habría ovillado ahí para siempre, pero un viernes helado tuvimos que despertar. Habían decidido mandarnos a la escuela.

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